La pandemia de COVID-19 dejó huellas profundas en la sociedad mexicana, y los niños no fueron la excepción. Aunque los efectos más visibles se centraron en la salud física y en las pérdidas económicas, los impactos en la salud mental infantil han sido igualmente significativos, aunque menos reconocidos. Estas cicatrices invisibles continúan manifestándose en 2025, planteando un reto urgente para las familias, escuelas y el sistema de salud.
La salud infantil en México no se vio resentida solo por el confinamiento
Durante el confinamiento, millones de niños mexicanos enfrentaron interrupciones escolares, aislamiento social y duelos familiares. La falta de interacción con sus compañeros limitó el desarrollo de habilidades sociales básicas, mientras que la exposición prolongada a pantallas incrementó problemas de sueño, ansiedad y dificultades de concentración. En hogares con violencia intrafamiliar o inseguridad económica, la presión psicológica fue aún mayor, afectando su bienestar emocional y su sentido de seguridad.
Los efectos no se limitaron al encierro. El regreso a las aulas supuso un reto adicional: adaptación a nuevas rutinas, rezago académico y, en algunos casos, acoso escolar hacia quienes mostraban diferencias en su aprendizaje o comportamiento. A esto se suma el aumento en diagnósticos de depresión y ansiedad en niños y adolescentes, fenómenos que antes ya eran preocupantes, pero que la pandemia intensificó.
El acceso a servicios de salud mental no debe ser un privilegio
Frente a esta realidad, el país tiene la oportunidad de replantear el cuidado de la salud mental infantil. Algunas escuelas han implementado programas de apoyo psicosocial, con psicólogos escolares, talleres de resiliencia y actividades artísticas o deportivas que ayudan a los niños a expresar emociones. También han surgido iniciativas comunitarias que fomentan el juego, la convivencia y el acompañamiento emocional como herramientas de sanación.
El papel de las familias es igualmente fundamental. Escuchar a los niños, validar sus emociones y mantener rutinas estables contribuye a generar entornos seguros. Además, el acceso oportuno a servicios de salud mental debe dejar de ser un privilegio: se requieren políticas públicas que garanticen psicólogos y psiquiatras infantiles en centros de salud, especialmente en comunidades rurales y marginadas.
Las cicatrices invisibles de la pandemia aún están presentes en la infancia mexicana. Reconocerlas y atenderlas no solo es un deber ético, sino una inversión en el futuro. Proteger la salud mental de los niños significa brindarles herramientas para crecer resilientes, creativos y capaces de enfrentar los desafíos de un mundo en constante cambio.