Las antiguas civilizaciones tenían una concepción mágica o demonológica de gran parte de las enfermedades, en especial de los trastornos psíquicos; situación que se mantuvo inmutable hasta finales de la Edad Media, debido al oscurantismo científico impuesto por la iglesia católica.
No fue sino hasta 1409, cuando el sacerdote Fray Juan Gilbert Jofré fundó en España el primer hogar de acogida para personas con enfermedades mentales, desafiando los paradigmas de la iglesia. Sin embargo, las condiciones en las que se incluían a los enfermos eran bastante precarias y deplorables.
Posteriormente, surgió el interés por el estudio de las patologías mentales; aún cuando los tratamientos aplicados en aquellas épocas, hoy podrían ser calificados como tortura. Baños de agua fría, choques eléctricos, golpes, ataduras y privación de alimentos, son algunos de los registros que, tristemente, aún se conservan de los primeros hospitales psiquiátricos en Europa.
Esta historia turbia, es la que ha contribuido a que los trastornos mentales sean estigmatizados, perseguidos y señalados aún en tiempos recientes. Por lo que los pacientes que padecen este tipo de patologías, usualmente los ocultan y se niegan a recibir ayuda por temor a ser señalados y segregados por familiares, amigos o compañeros de trabajo.
Pese a que los trastornos de salud mental más característicos son los del espectro autista, la esquizofrenia, el trastorno bipolar y las psicopatías, estos no representan ni el 1% de los problemas mentales a nivel mundial. Según cifras de la Organización Panamericana de la Salud (PAHO), los trastornos mentales más frecuentes son la depresión y la ansiedad, a menudo combinadas.
El problema radica en que, la mayoría de los pacientes con estas patologías no lo exteriorizan por miedo al rechazo. Otro inconveniente que presentan las patologías mentales, es que no existe una medida estandarizada en las cuales este tipo de trastornos puede resultar incapacitante, ya que son experiencias subjetivas que afectan de forma individual a quienes la padecen.
¿Cómo romper el tabú?
Como médicos, nuestra formación académica, nos permite detectar señales de alarma en un paciente depresivo, ansioso o con algún otro trastorno mental. Pero no somos tan vigilantes en cuanto a nuestro entorno personal o a nosotros mismos se refiere. Por lo tanto, es importante tomar un rol evangelizador y hacer del conocimiento general una información que puede salvar vidas.
A diferencia de los estados de ánimo transitorios, la depresión es una enfermedad crónica con una sintomatología descrita, la cual está estadificada y puede ser un factor predisponente para el suicidio. Por su parte la ansiedad, puede desatar crisis de pánico incapacitantes en las que quienes lo padecen se sienten constantemente al borde de la muerte.
Sabemos, que algunas señales a las que hay que prestar atención son el aislamiento, los cambios drásticos de humor, la inapetencia o el exceso de apetito, la fatiga, la somnolencia, sentimientos de inutilidad o culpa, pérdida de interés por hobbies y actividades placenteras. Pero, lo más importante es normalizar este tipo de situaciones e indicar a nuestros pacientes cómo conseguir ayuda.
Tomando en cuenta que, aproximadamente el 30% de la población mundial sufre de ansiedad, depresión o ambas, según la PAHO; es hora de desmontar los mitos y conversar del tema de una manera franca y constructiva, remitiendo el caso a un profesional de la salud mental, que pueda aportar herramientas para la resolución del problema.
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